Nadie ha ejercido jamás el oficio de cantante con el mismo respeto y la absoluta dedicación que Raphael. El artista más imitado, venerado y aplaudido por quienes lo disfrutan con viveza y sin complejos. El más odiado por quienes cargan con el pesadísimo lastre de una ignorancia pseudomoderna tan patética, rancia, avinagrada y cancerígena que los arrastra hasta las profundidades más oscuras e ingratas de aquel que siente orgullo por sus prejuicios.
En 1966 (hace la friolera de 42 años, a ver quién se le pone farruco) Raphael fue elegido para representar a España en Eurovisión, ese Festival de la Canción en el que ahora la canción es lo que menos importa. El de Linares llegó e interpretó con absoluta contundencia y maestría Yo soy aquel, un tema espectacular compuesto por el jerezano de oro Manuel Alejandro.
Por suerte nada (el tiempo o la enfermedad) ni nadie (los acomplejados) ha conseguido apagar todavía su voz y su carisma en los estudios de grabación o sobre el escenario. Más bien al contrario ya que cada año además de grabar al menos un disco – siempre extenso porque así es él, incansable – realiza más y mejores recitales en giras afortunadamente interminables.
Si España le debe algo a alguien en esto de la música, al primero que tenemos que poner en la lista es a Raphael. El internacional, el atrevido, el perfeccionista, el incombustible, ese que tiene la llave de todos los teatros, auditorios y plazas de toros: el Cantante por excelencia.