Tal vez no esté entre las cuatro o cinco mejores tramas del repertorio de Alfred Hitchcock, pero si atendemos a la misteriosa atmósfera que la envuelve no nos queda duda: Psycho (1960) es una de las más grandes películas de su carrera. También cuenta con uno de los mejores giros de la historia del cine. Pero no seré yo quien haga de spoiler (si es que todavía queda por ahí algún indecente rezagado sin verla).
Decir a estas alturas que Hitchcock es el maestro del suspense resulta demasiado obvio. Casi merecería masticar piedras por haberlo repetido otra vez. Mejor no dar ideas. De lo que sí estoy convencido es que no deberíamos desaprovechar la mínima ocasión para revisar su obra: tan intemporal, tan lúcida, tan apetitosa, tan sobresaliente. Ningún otro director ha rodado tantas escenas que todavía hoy siguen siendo imitadas, homenajeadas e incluso parodiadas.
El británico y su cine ya son inmortales, pero nosotros no. Así que hay que ponerse las pilas y rescatar todas las películas que nos ha dejado para disfrutar. Todo es ponerse, como diría X (completa tú el chiste).
En ocasiones conviene recordar una escena típica, sobre todo cuando detrás de esta se esconde la memoria de un mito. Hitchcock pensó dejar sin música la famosa escena de la ducha. El músico Bernard Hermann – que había compuesto una sola canción para la película – pidió al director la oportunidad de introducir una pequeña parte de esta que consistía en un intenso chirrío de violas, violines y violonchelos. Hitchcock probó y accedió de inmediato.
La escena, que ya era perfecta sin música, se convertía inmediatamente en una de las mayores joyas del firmamento cinematográfico gracias a – apenas – un minuto musical: un chirrío que completa un todo de lo más intenso y escalofriante junto al sonido del agua, los gritos angustiosos de Janet Leigh y los cuchillazos en su piel (clavados realmente en sandías).
El cine, igual que la vida, sólo necesita de un minuto para quedarse siempre con nosotros.