EN LO PERSONAL

Mi madre me recuerda a menudo que nací un sábado a las nueve de la noche. Supongo que lo hace para echarme en cara el haberle jodido un fin de semana, pero yo ni me acuerdo ni estoy tan seguro que sea verdad. Más que nada porque yo a esa hora suelo estar esperando algún amigo para ir de tapas o para ver alguna película. Mi padre sí se acuerda, y su problema es que no consigue olvidarlo.

En un ataque de originalidad, mis padres decidieron que los apellidos López Martínez sonarían la mar de bien si fuesen acompañados de una deliciosa combinación de dos nombres tan comunes como Juan y José. La oportunidad era demasiado irresistible como para dejarla pasar de largo. La conversación fue una sentencia breve:

Paco:

‘Cariño, nuestro hijo será un mortal más. Otro niño que nunca llegará a nada.’

Chari:

‘En ese caso, lo mejor que podemos hacer como padres es ponérselo difícil para cuando quiera ponerse un nombre artístico.’

Paco:

‘Qué lista eres. Hagamos el amor para celebrarlo.’

Chari:

‘Tómame. Todavía le faltan cinco minutos al arroz .’

Mi abuelo paterno, que en aquella época también se llamaba Juan José, apoyó la moción:

‘Esperad: ningún Juan José podrá hacerme sombra ¡No hay nieto que valga! Ahora sí: ya podéis hacer el amor.’

Y de aquel arroz pegado nació una niña bastante mona a la que llamaron Nazareth. ¿Ves tú? Ahí estuvieron más finos.

Pero seamos justos (y sobre todo con mis padres). Durante mis primeros veintisiete años he sido víctima de un extraño experimento: me han apoyado en todas mis decisiones por estúpidas o caras que fuesen éstas, me han criado sin que me faltara de nada, me han alimentado sobremanera y me han querido con todas las garantías y alguna más. Si el objetivo que buscaban era mi felicidad, lo han cumplido con creces. Podría sospechar que detrás de tanto bienestar se esconde un plan de lo más maquiavélico. Pero con lo a gusto que estoy ahora, ponerme a investigar.. Ya mañana si eso.

Mi padre, sindicalista de vocación, esperaba un hijo trabajador del que poder estar orgulloso y que trabajase en algo relacionado con la economía, el derecho o la política. Los años se empeñaron en llevarle la contraria. Las cintas Beta y las horas delante de la TV no tardaron en corregir el rumbo mal encaminado de mi educación en un colegio del Opus Dei. De aquel sitio guardo algún buen recuerdo, pero curiosamente ninguno tiene que ver con la docencia: la comida, el recreo y la imaginación en constante ebullición. El fútbol, las pajas y las discotecas llegarían más tarde. Las mujeres todavía están por llegar.

Poco antes de tirarme a ese vacío sin red llamado Universidad tuve la enorme suerte de probar en la enseñanza pública. Me gustó tanto que hice un Máster de tres años en la rama de Ciencias Puras de C.O.U.

Cuando me dicen que el Sistema de Educación actual es un fracaso y que el de antes era mejor que el de ahora, no tengo más remedio que ponerlo en duda: yo mismo aprobé la selectividad sin estudiar nada de nada y sólo gracias a las asignaturas de Letras. Después de unos quince años estudiando entendí que, además de escribir, había aprendido muy pocas cosas. Porque lo de leer viene de mi abuelo, pero no el que me copió el nombre, sino otro que se llamaba Virgilio y que era autodidacta, rojo y católico. Y en ese orden de importancia, según él mismo.

No descubren nada nuevo quienes dicen que no tengo personalidad propia. Es tan obvio como darse cuenta de quién es el malo de El cabo del miedo cuando ves la cara de Robert de Niro. Además esto no es de ahora. Ya con 21 años tampoco la tenía, así que decidí estudiar la diplomatura de Ciencias Empresariales en la Universidad de Jaén sólo para contentar a mi padre, convenciéndome a mí mismo que a lo mejor ésa era mi verdadera vocación.

Una tarde jugando al futbito (deporte nacional de Jaén) quise hacer un quiebro emulando la famosa cola de vaca de Romario a Alkorta en aquella manita del Barça al Madrid en el Camp Nou. Claro, que yo tenía más de vaca que de Romario y la pista que tanto se agarraba no era precisamente el Camp Nou. Así que mi rodilla crujió por partes que yo no sabía ni que existían.

Una semana después, con la pierna tiesa frente a la TV, asistía triste e incrédulo a la tragedia del 11-M. Aquellos días en los que tanta gente salimos a la calle para reclamar paz y respuestas a quienes no querían paz ni preguntas fueron decisivos en mi siguiente decisión: tenía que intentar dedicarme a lo que de verdad me gustaba, sí o sí. Daba igual si luego me pegaba o no la hostia. Escribir para cine, TV, prensa.. Lo que fuera, pero tocaba intentarlo. Tanta angustia en el alma y dolor en la pierna tenían que servir para algo. Era el momento de ponerse (a trabajar, digo).

Ahora lo sé: escribir es lo mío. Da igual si lo hago bien o lo hago mal. Es lo que más me gusta hacer sin tener la sensación de estar perdiendo el tiempo. Vivir de esto no es fácil pero hay que seguir intentándolo a través de todos los caminos. Y no todos son en línea recta. De hecho, lo más seguro es que haya que darle siempre otra vuelta. Y viajar. Hay que mover el culo para conocer y quitarse el sombrero ante toda esa gente que tiene tanto para darte. Si se puede, hay que vivir en otros sitios. Hay que conocer otras plazas. No se puede torear siempre en la misma. Hacerlo por simple comodidad significa cortarse las alas. Y las alas, amigos, están para usarlas.

Lo único que (más o menos) tengo claro es que hay que hacer lo que sea para llevar la contraria:

Porque se puede tener un nombre cualquiera. Porque se puede ser uno más. Porque uno más siempre suma y uno menos sólo resta o, en el peor de los casos, deja las cosas como están. Y porque no sé a vosotros, pero a mí no me gustan del todo como están. Y por eso corro hacia la ficción. Porque aunque la ficción no pueda con la vida, a veces es mejor que ésta.

Porque la vida no sólo nos ofrece la posibilidad de imaginar y crear: también nos empuja a hacerlo. Habrá que aprovechar la oportunidad antes de que mis padres, mis abuelos y todos vosotros descubráis que en realidad no sé hacer otra cosa.