Cada lunes quedo con Messi para comer en un vegetariano muy caro, que también los hay. La comida es igual de triste que en uno barato, pero el plato es más ancho. Los deportistas de élite no toleramos las grasas, somos más de modelo y carraco. Bueno, Leo no: él es muy sencillo. Y también de hablar poco. A veces parece que va a decir algo. Pero no, sólo es otro amago de los suyos.

Mientras come no deja de mover las piernas, siempre está pensando en el próximo regate. Yo me incorporo para poder verle mejor. Qué pequeño. Y qué cabrón. Nuestros traductores también se miran, para mí que hay rollo. Ah, que no lo había dicho. Cada uno viene con su traductor porque ni yo entiendo su argentino masticado ni él mi andaluz hablao pa’dentro. De vez en cuando nos mandamos notitas por debajo de la mesa, así dejamos que los traductores sigan con lo suyo. El otro día me escribe en una: ‘¿tú a quién quieres más, a mí o a Maradona?’. Al pobre lo tienen frito. Y es normal: si tienes veintidós años y juegas al fútbol mejor que nadie, es una putada que todo el mundo te compare con un señor que ya no se la encuentra y que tiene más pinta de mánager de los Ketama que de entrenador.

Pero eso no es nada: últimamente lo ponen al nivel de Dios. Ya ves tú, que el hombre no ha hecho nada destacable desde que le echó una mano a Maradona en el ‘86, con la falta que le hace ahora. Lo único que Messi y Dios tienen en común es que ambos están en todas partes. Ayer mismo me lo encontré tirado en las Ramblas buscándose la vida. No, a Dios no, a Leo. La crisis siempre ataca al más débil. Debe ser difícil pasar de jugarte un sitio en la Champions a perderlo en la puerta del Carrefour. No sé, yo lo vi muy cambiado, me costó reconocer su mirada.

A lo mejor no era él. Sería Saviola.