Martin Scorsese es un puto vicioso. Le da a todo. En lo que a cine se refiere, claro está. Lo que haga en su vida privada es eso: privado. Yo en la mía hago cosas poco interesantes y alguna que otra rara. Por ejemplo ver la mayoría de sus películas por lo menos una vez al año. Para curarme de todo lo demás.

Hay muchos directores que forman parte del olimpo de los dioses después de morir y con cuatro o cinco películas en su haber. Otros incluso con sólo una. Privilegiados todos en cualquier caso. No por muertos sino por leyendas.

Resulta que Martin es una leyenda viva. Muy viva, porque con casi setenta años y después de veinte películas, siete documentales, tres series de TV, un videoclip eterno para Michael Jackson, un musical para Broadway y cinco matrimonios todavía le queda cuerda para cerrar nuevos proyectos cinematográficos. Y lo hace surcando todo tipo de mares en lugar de estar en su sofá pudriéndose entre billetes ganados con todo merecimiento.

Claro que para él ya no hay mares desconocidos sino islotes que reconquistar. Ahora le ha dado por dirigirse al público infantil y en 3D. Olé su polla. El caso es que con cada película nueva de Scorsese no puedo evitar sentirme como un niño gordo delante de una buena merendona. Algo de eso hay dentro de mí (a ver esas risas).

Se supone que Hugo llegará a España nada más empezar el próximo año. Aunque a mí Scorsese ya me tiene ganado de antemano y subiéndome por las paredes. El hecho de tener a sus órdenes a Kingsley, Law y Baron Cohen ya es como para morderse lo negro de las uñas y dormir con las zapatillas puestas para cuando haya que ir corriendo a verla.

Hay vicios que sólo pueden ser buenos para la salud, el corazón y el alma. Por favor, Martin, ni se te ocurra quitarte, que todavía somos jóvenes. Tú el primero.