Mientras la mayoría de mortales (Botín, tú ya no) se cabreaban con unos tipos que no acertaban a meterla -en una canasta-, yo reía y lloraba en bucle con una película italiana estrenada hace 25 años y rescatada ahora. Porque los carcas somos así de inferiores.
Cada vez que entro en una sala de cine y me siento en una butaca delante de una gran pantalla me transformo automáticamente en niño (físicamente desproporcionado, sí, pero niño al fin y al cabo). No encuentro motivo para evitar dicha transformación, y tampoco creo que exista otro hábitat similar para que ésta suceda.
Más allá de las puñeteras crisis, del cruel paso del tiempo y de los gañanes empeñados en destruir cualquier rincón destinado al pensamiento, la sala de cine es un lugar VITAL para el individuo. Lo sabe quien se siga entregando a la butaca para dejarse invadir. Lo sabe quien se sigue impresionando cada vez que pisa la moqueta y se apagan las luces. Lo sabe quien sigue amando el cine como Totó amaba su Cinema Paradiso.
Antes que empecéis mañana a discutir de forma estéril y autoritaria acerca de un asunto tan relevante y esclarecedor como qué país es más y mejor, dejad que yo defienda el mío: LA SALA DE CINE.
Porque aquí la única bandera es una pantalla en blanco dispuesta a iluminarte. Porque los himnos se acumulan en las paredes. Porque nos defendemos con aplausos y no con ejército. Porque seguimos teniendo enemigos que nos consideran prescindibles. Porque entras siendo pequeño y sales demostrando ser un poquito más grande.
En la sala de cine nadie es mejor que nadie.
Porque el amor al cine es nuestro único carnet de identidad.
Porque aquí puede ser allí. Porque Giancaldo también es tu pueblo.
MELÓN TAJÁ EN MANO 