Vivir hipnotizado frente a una misma pantalla de TV durante 85 episodios sería un drama, siempre y cuando ese drama no lleve por nombre MAD MEN. Un nombre nada engañoso, al contrario que el mundo que toca. Que no es otro que este donde vivimos, enmarcado en la magnífica metáfora de la publicidad durante los orígenes de este mundo moderno creado por los Estados Unidos de América a mitad de los ’60.
En MAD MEN hay hombres entregados a causas vitales que van más allá de las patrias superficiales, mujeres que desafían al vértigo después de quitarse los tacones y, sobre todo, niños que se hacen adultos a base de cucharadas soperas de desengaños y pérdidas masivas de referentes. En MAD MEN no vive nadie, más bien sobreviven a ese terrible spot donde nos han enseñado cómo tiene que ser la vida.
La caída libre al vacío y en picado de quien asoma la cabeza y los dos pies para alcanzar la penúltima calada al cigarrillo de la ambición, el penúltimo trago de poder, el penúltimo suspiro del placer. La creatividad o la vida. La ficción o el infierno de Dante. La dura existencia o la mentira perpetua. Quien lo probó, lo sabe.