Cada obra guarda su propia ceremonia. Hace ocho años, con Vinagre y rosas, pensé que sería la última vez que perpetraba el singular y exclusivo ritual que atesora cada nuevo álbum de Joaquín Sabina. No hay nada en este mundo que me guste tanto como equivocarme.
Así que ayer comenzó el culto hipernervioso a Lo niego todo: despertar con celeridad, ir a la tienda, comprarlo, volver a casa a la velocidad del sonido, tumbarme en el sofá, leer las letras de cada canción en silencio e imaginar cómo será el resto, el conjunto… Dentro de dos o tres días lo escucharé y, como en todos los discos anteriores, aflorarán múltiples emociones.
No sé vivirlo de otro modo. Quien lo probó lo sabe.