Supongo que el primer disco que me compré del viejo de Minnesota fue uno de esos infames e injustos recopilatorios que las compañías sacan al mercado de higos a brevas para hacer caja a consta de sus músicos rentables.
Creo recordar que seguí comprando sus discos adictivamente como si fueran bolsas de arroz inflado del kiosko de la Toñi. Pero el dinero se acabó y tuve que recurrir a las malas artes en El Corte Inglés y otros lugares culturales. Guardo con sumo cuidado y cariño cuatro o cinco discos no oficiales y en directo que mangué en una tienda del Festival de Benicàssim hace ya unos siete u ocho años. Esos álbumes fueron los que realmente me engancharon (a su música, no al delito).
Con poco más de veinte años pensaba que jamás tendría la ocasión de ver a Dylan en directo y que esos discos serían lo más parecido a estar en uno de sus incomparables recitales. Y digo incomparables porque ninguno se parece al anterior. Bob Dylan ya no hace giras, vive en un tour imparable y transforma sus canciones hasta hacerlas irreconocibles: mezcla versos y melodías con una facilidad tan grande que no asusta, pero sí asombra. Escuchando a Bob se me eriza hasta la piel que me recubre los huevos.
En verano de 2004 se celebró un festival en Santiago de Compostela con motivo del Xacobeo. El cartel era insuperable: Iggy Pop, Massive Attack, Muse, Amaral, The Chemical Brothers, Lou Reed.. Y cómo no: the father Dylan. Esa era la mejor excusa de todas para cruzar el país. Había muchas otras y todas tenían el nombre de algún amigo dispuesto a vivir la aventura.
A lo que iba: no recuerdo con nitidez cómo fueron mis primeros acercamientos a Bob Dylan, pero sí los últimos a mis mujeres. Hasta hoy, su música y mis relaciones han sido inseparables.
Mi primer concierto lo viví bajo los efectos del amor. Mis labios luchaban por conservar el sabor madrileño de los suyos. Mis ojos estaban cargados con su energía. Mi cabeza sólo pensaba cómo sería un posible futuro a mitad de camino entre Burgos y la capital.
Bob salió al escenario y el sol todavía ocupaba una pequeña parcela en el cielo. Cada minuto de aquel concierto lo disfruté como si fuera el último: nada hacía indicar que semejante regalo de ochenta minutos podría volver a repetirse. Perdí la noción del espacio y a mis amigos de vista. De repente estaba rodeado de unos tipos vestidos de cowboy que trataban de adivinar el título de cada canción antes de que Bob cantase la primera estrofa.
Cuatro años después al bueno de Bob le dio por ir a Jaén y hacerme feliz durante un largo rato. Naturalmente el tiempo había pasado y ni Burgos ni la chica de Alcorcón habían querido formar tanta parte de mis días como yo esperaba. Pero otros lugares y otras gentes habían dado un vuelco espectacular a mi vida. Ese verano dejé atrás la mejor ciudad en la que he vivido (Granada) y traté de superar una profunda decepción amorosa de la que pensaba que nunca podría salir (y puede que lo siga pensando).
Pero ahí estaba Dylan con su sombrero, sus gafas oscuras y más sonriente que nunca bajo una carpa asfixiante situada en mitad de un océano de olivos y con un sol que azotaba desde fuera con todas sus ganas. Y ahí estaba yo acompañado de muchos y buenos amigos que se habían subido al carro a última hora gracias a un montón de entradas gratis que aparecieron ‘de la nada’.
Y Bob estuvo sublime. El sonido fue perfecto y su garganta arañó hasta el último rincón de mi angustia estival. El sudor era cómplice y la banda no era una banda sino cinco putos dioses venidos del más acá. Y mi sonrisa buscaba la de una pareja de buenos amigos que no se distanciaba de mí ni una baldosa, benditos sean.
Dylan (que ya es eterno) vino a salvarme de la Virgen de la Amargura, del éxodo de mi chipriota del alma, de mi destierro como ciudadano sonriente.
Han pasado seis años y un mundo desde mi primer concierto de Bob Dylan. Seis años suenan a muy poco, ya lo sé, pero lo cierto es que dan para mucho cuando el tiempo se dilata más que el ojete de Jorge Javier.
Esta noche es mi tercera vez (con el viejo Bob) y ahora entiendo por qué dicen que va la vencida: hoy no habrá ninguna mujer dando cacerolazos en mi corazón ni puñetazos en mi estómago. Hoy Dylan canta en Barcelona con cinco mil almas, tres lenguas y una sola boca.
Esta noche Bob es sólo mío. Así que aparta, maldita.
si dylan te aparta de la amargura, bendito sea mil veces, un beso
Un placer haber estado allí con aquellas entradas aparecidas de la nada… Aquella tarde bajo esa carpa entre olivos fue un regalo más allá de la música y el sujeto, fue el verbo y el predicado de que Bob era algo más que una canción de Cylons.
Besos desde México, mi cuate!
Mmm… I’m in love… pero por Dylan!!!